El hijo del fuego
Nogú, dios africano, dueño de los vientos, dijo a su homólogo Nagaró, dios del fuego: - ¡Éste, es un lugar muy bello…! - ¡Es Pacífico!, respondió el segundo, y sin pausa acentuó: - ! Aquí están nuestros hijos…! Ambos sonrieron. El escenario era el Cauca, en el suroccidente colombiano; la población, Guapi; el tiempo, un viernes de febrero, de los años sesentas.
Aquel fin de semana, hubo apuestas. La pesca, la minería, la agricultura, el magisterio y demás actividades sociales, se desarrollaban normalmente. Un canoero, que después se supo, no era del lugar, cargaba combustible cerca de la galería.
Doña Aura Helena Sevillano, espera bebé; nada fuera de lo común tendría lo anterior, si no fuese porque hoy, ha sido un día inusual para ella. Desde tempranas horas se encuentra inquieta; está pendiente de su almacén, se mueve nerviosa, siente bochorno y quisiera decir algo que aún no alcanza a descifrar, en su maternal corazón.
De pronto…la gritería venía de fuera… ¡Se quema, se quema, se quema Guapi, se quema…! ¡La candela, la candela viene…! Decían las voces estremecedoras.
Un incendio se desataba tan rápido como el propio murmullo callejero y ambos, traían asomos de temeridad. Las tres carreras del pueblo, fueron copadas por las llamas y el espanto cundió en todos los habitantes. El canoero y su embarcación fueron presas del fuego.
El viento que invadía la región, parecía congraciarse ante tal conflagración, pues en su recorrido, favorecía el crecimiento y la propagación, en tanto las viviendas empezaban a ceder ante la voracidad devastadora. Los niños y los ancianos, eran evacuados prontamente. La solidaridad de los guapireños, fue la nota decisiva desde los momentos iniciales del percance.
La señora Aura Helena –rosario en mano- imploraba al cielo salvación. En su propio cuerpo, otro incendio tenía lugar. La vida intrauterina, llegaba a sus máximas escalas. El vientre de ébano, ardía dando paso a las contracciones iniciales. La primera fase del parto, comenzaba su acalorada carrera combinando en tonos mayores y menores, la angustia que suele apoderarse de una mujer, al carecer de la ayuda, que calme sicológica y fisiológicamente y que traiga consiguientemente la confianza necesaria en ésta, la más bella de las posibilidades humanas: dar a luz.
El pueblo de Guapi, ardía abrazadoramente. De los almacenes, nada o muy poco logró evacuarse dada la rapidez con que se sucedían los hechos. Todo el cuerpo de mamá Helena era como un volcán dispuesto a hacer erupción. Los dioses africanos, sonreían al captar meticulosamente como el sonido fetal, iba en ascenso y de igual forma, el grado de dilatación y retracción del cérvix materno.
Las casas van ardiendo y con ellas los enseres de sus dueños. Afortunadamente las gentes logran ponerse a salvo. El cerco sin embargo, se estrecha. El fuego se ha posicionado en dos sentidos: la localidad y el vientre materno.
Los gritos de la madre se tornan angustiosos; tras breves minutos, llega hasta unos familiares, quienes divisan una lanchan al otro lado del río. Esteban, el hijo mayor, acompañado de un vecino Estupiñan, logran evacuarla. El proceso continúa hacia su segunda fase, y la embarazada siente que no puede más: - ¡Casi nace en la lancha…! Diría después el primogénito.
Con dificultades logran llevarla por el paso hacia el hospital. Los médicos, Marín y Bastidas, la atienden de inmediato. Uno de los galenos –comandante de los bomberos del pueblo- quien lo recibe, lo enseña a la madre, al tiempo que exclama: - ¡Nació un Candelo, un Candelario! ¡Un hijo del fuego! Por eso fue bautizado así: Hugo Candelario González Sevillano.
En la localidad no hubo heridos de consideración, algunos con quemaduras leves: sólo un muerto. No era del lugar pero fue rezado y cantado, y sus cenizas esparcidas como símbolo de protección.
El pequeño Candelario creció junto al almacén de artesanías, propiedad de sus padres. Alegre, inquieto y juguetón, vive su infancia y va identificándose con los instrumentos exhibidos allí. A este lugar, concurren semanalmente los marimberos y tocan con la espontaneidad que les es propia. El chico, escucha embelesado y observa estos personajes; le parecen sabios, magos, hechiceros: - ¿De dónde sacarán tanto saber? ¿Cómo es que hacen para tocar así de sabroso? ¿De dónde extraerán la música? ¿Cuáles serán los secretos con que acarician las marimbas?, No cesa de preguntarse el chico, miles de inquietudes rondan su cabeza.
El padre, Esteban González, encarga y corta la palma de chonta winul, walte, chontaduro, amarillo y walta (que proporciona un sonido más brillante de acuerdo al timbre) y él, personalmente, construye una marimba con la cual Candelario empieza a practicar. En el colegio una monja, llamada Elizabeth, le induce en el arte, ella lo incorpora al grupo de teatro y a la banda escolar.
Guapi es ya otro pueblo; por sus ríos corren otras aguas. Y sus ilusiones lo llevan a Bogotá, a donde se traslada el plan de estudios. En su cabeza rondan varias ideas. En su interior el fuego está candente, el gusto, el sabor, son llamas que arden y con ellas el consiguiente desarrollo de un talento musical.
La música andina le toca fibras escondidas; le desata sentimiento que le enriquecen artísticamente. También el rock, domina su aliento juvenil. Igual sucede con el merengue. Terminado el bachillerato, ingresa a la Escuela Naval. La Marina llama su atención no por los uniformes y barcos sino por el mar, por la expresión de libertad que éste encierra. Un incidente ligero, le hace abandonar su carrera de marinero muy temprano. La institución naval perdió un buen aspirante y lo liberó, para que la música ganara un baluarte. El mar Pacífico resultó ganancioso porque “El hijo del fuego”, hablaría en el futuro de sus aguas, su tierra, sus gentes y su preciosa música que llevaría por otros océanos y latitudes.
Concedida su baja en tal institución, vuelve a su tierra desatando chispas de alegría. Con flauta dulce, acompañado de amigos como Clímaco, con su guitarra; “Boqueto” y “Richo” y otros, quema una etapa valiosa. Valiosa porque con ellos, se da espontaneidad enriquecedora y asombrosa, donde hay inspiración y creatividad a la vez.
En el Conservatorio de Univalle estudia saxofón. Cumplidos seis meses de estudios, ofrece su primer concierto en su natal Guapi. El pueblo en su calorcito va todo a escucharlo. Un viejo amor recalienta afectos cuando escucha a Candelario. Con la Banda Municipal se prende la fiesta que arde muchas noches.
Hugo Candelario, es una fogata en el Cauca. Con su música hierven los sentimientos. El fuego, viene con los sonidos que penetran los oídos, como sutil euforizante, prende los cuerpos haciendo arder los corazones.
Candelario envuelve a su público en llamas acústicas, con sus instrumentos, el fuego, es fuego sagrado; quema las tristezas, tizonea las penas y amarguras. Sienten como si fuesen presas del ritmo que arde en sus propias venas.
Frondosa como los frutos de la palma es la inspiración del artista. Frondosa, lo es también, su familia: ocho hermanos, de los cuales, algunos cantan y poseen habilidades artísticas.
La nostalgia no produce; pero es allí en los recuerdos, en donde se alimenta el espíritu emprendedor y Candelario, revive sus diciembres con lo mágico y mítico, de esa costa suroccidental, que no se conoce:
“Las vísperas, en las cuales festejábamos grandes reuniones, rondan mi memoria: en esas fechas, salen los conjuntos de arrullo, se caracterizan porque cantan jugas de arrullo. Hay cantadoras con guazá, canuneros y bomberos (de bombo). Las fiestas de niños, las asumen los mineros, comerciantes, todos los niños, vienen atrás. Es una expresión auténticamente popular, sobre la marcha surge la improvisación. El Novenario, es un día por barrio. La misa, es muy musical. Hay allí una combinación de lo religioso y lo folclórico; todo su desarrollo se da en un ambiente muy agradable. Después de misa, sigue el jolgorio. Es frecuente la guitarriada. En las casas, las reuniones de amigos y familiares son la nota predominante. El calorcito fiestero, por supuesto, nunca falta y menos la alegría”, comenta el artista.
El 24 de diciembre, las balsadas arriban por el río. Son todo un espectáculo inigualable; adornadas con ramos, cada una con un niño Dios y un conjunto típico, llegan a remo.
Los colegios fomentan esos aires raizales, para que esas costumbres no se apaguen en los corazones guapireños. Los versos, la poesía y la música colombiana, son todo un convite caluroso en aquellas comunidades. En las casas, casetas, se arman las curruliadas, fiestas en donde un conjunto de marimba, toca currulao.
La llama no se extingue. Hugo Candelario, es diestro es su saxofón, improvisa, compone y arregla con maestría; en la marimba, como guiado por el propio dios del fuego, propaga la alegría. Con su Grupo Bahía hace honor al “Festival Petronio Álvarez” , ganando merecidamente, en dos ocasiones, un evento en el cual el país volcó asombrado su mirada para empezar a descubrir la otra música, que complementa esa riqueza inigualable propia de su pluralidad y diversidad.
Hugo es el hombre sencillo, estudioso que apoya en colaboración con la Sinfónica del Valle, los aires autóctonos. La llama mayor que asiste a este virtuoso, proviene del padre Esteban, quien nunca se equivocó cuando la familia se oponía para que Candelario fuese músico: - Pero si Beethoven, Mozart o Bach han prodigado tanta felicidad a la humanidad, qué de malo tiene que nuestro hijo, escoja la carrera de músico?, dijo sabiamente el patriarca.
Tal vez del África lejana, mágica y encantadora, con su sonido oscuro, quizá de la penumbra de los dioses Yorunas, descienda “El hijo del fuego”, nada sabemos. Sólo que Dios, le concedió a mamá Aura Helena, un vástago capaz de ennoblecer, transformar y enriquecer los aires del Pacífico, y dar al mundo un toquecito, del calor musical ese, de la otra Colombia.
Tomado del libro “Guacharaca en partitura”, de Enrique Oramas Vásquez.
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